¿Por qué me cuesta tanto poner límites a mi hijo/a?
- Mireia Font Becerra
- 30 jun.
- 2 Min. de lectura
Poner límites es una de las tareas más complejas y fundamentales de la crianza. No se trata solo de decir “no” o establecer normas, sino de ofrecer un marco emocional y relacional que dé seguridad al niño/a. Sin embargo, muchas madres y padres viven esta tarea con angustia, culpa o una sensación interna de estar haciéndolo mal y se preguntan "¿por qué me cuesta tanto poner límites a mi hijo/a?".

Desde la psicología, la dificultad para poner límites no es simplemente una cuestión de “habilidades parentales”. Tiene que ver con la historia emocional del adulto que educa, con los vínculos que tuvo en su infancia, con los modelos que recibió —y muchas veces, con las heridas que aún están abiertas.
Para algunas personas, poner límites activa un conflicto interno: si en su propia infancia los límites fueron impuestos con dureza, o bien completamente ausentes, es posible que hoy se muevan entre dos polos: el deseo de no repetir lo que vivieron y el miedo de volverse “demasiado blandos/as” o “autoridades frágiles”.
A veces, el adulto evita poner límites porque teme el rechazo del hijo/a. Puede haber una vivencia inconsciente de que el enfado o la frustración del niño/a es una señal de que no está siendo buen padre o buena madre. Pero en realidad, el enfado del niño/a es parte del proceso natural de crecer: no es señal de fracaso, sino de que está en juego el proceso de individuación, de aprender que no todo deseo puede cumplirse de inmediato.
También puede ocurrir que el adulto no tolere el conflicto porque en su historia fue vivido como algo peligroso o doloroso. Así, cede con facilidad, intentando evitar el malestar propio y ajeno. Pero eso no alivia la angustia: solo la posterga.
Desde lo relacional, poner un límite es también sostener el lugar adulto: quien contiene, quien protege, quien guía. Y muchas veces ese lugar cuesta habitarlo, sobre todo si en la infancia no hubo adultos disponibles emocionalmente o si el rol de cuidador/a fue asumido precozmente por el propio niño/a que hoy es madre o padre.
La paradoja es que los niños/as necesitan esos límites para sentirse seguros/as. No hablamos de castigos ni rigidez, sino de un marco claro, sostenido desde la presencia emocional, que les ayude a diferenciar entre lo posible y lo imposible, entre el deseo y la realidad.
En consulta, muchas veces acompañamos a madres y padres a revisar no solo qué hacen, sino desde dónde lo hacen. A poner palabras a la culpa, al miedo, a la sensación de no saber. Porque educar también es un camino de revisión y transformación personal.
Poner límites no significa ser duros/as ni perfectos/as. Significa poder sostener con firmeza y con afecto. Poder decir “hasta aquí” sin romper el vínculo. Poder ser guía sin dejar de ser humano/a.




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